Sin ningún género de dudas, el impacto de la pandemia del sida, ha hecho que a lo largo de estos más de 25 años se hayan invertido muchos esfuerzos y recursos en su atención pero también en su prevención. Añadiendo a este hecho las características concretas de los mecanismos de transmisión del VIH y la vinculación directa de la enfermedad con temas socialmente tabú como la sexualidad, la muerte o el uso de drogas, nos encontramos con un reto aún no resuelto.
La respuesta hasta la fecha, ha venido mayoritariamente de un modelo epidemiológico preocupado en obtener resultados establecidos a priori como deseables. Este modelo de intervención no ha tenido en cuenta que las personas interaccionamos en un medio el cual puede condicionar e incluso determinar nuestra salud. El resultado ha sido (o está siendo) una cierta sensación de decepción ante la respuesta de la población a nuestros "mensajes preventivos" y esa sensación, en algunos casos, nos ha llevado a planteamientos desde la más exclusiva de las verticalidades en los que hemos llegado a preguntarnos "¿por qué no nos hacen caso?" pasando por alto preguntas como: "¿porqué tendrían que hacerlo?", "¿cuál es el objetivo de clasificar e incluso juzgar a las personas según su reacción ante nuestros mensajes?", "¿qué sentido tiene vincular la responsabilidad individual al hecho de que las personas tomen las decisiones que a priori hemos decidido que son las adecuadas?", "¿por qué, en definitiva, culpar al receptor o receptora del mensaje sin analizar también al emisor o emisora o incluso el propio mensaje?".
Creo que ha llegado el momento de perder los miedos a probar nuevos modelos o paradigmas con los que acercarnos a la realidad con la cual deseamos trabajar. Tal vez sea el momento de recordar, asumir y interiorizar que nuestro trabajo se realiza con personas, es decir con sujetos (que no objetos) autónomos (que no dependientes para con nosotros y nosotras ni nuestros, en muchos casos, redentores discursos) y que interactúan en un medio. En otras palabras, se acabó el explotar el discurso del miedo. Se acabaron las amenazas (incluidas las bienintencionadas). Se acabó el trabajo desde la ilusoria concepción de que el riesgo 0 existe. Se acabaron los modelos teóricos que presuponen que la información, por sí sola, generará cambios en las conductas... Aún sin respuesta y sin una solución clara, este es a mí entender el presente al que nos enfrentamos...
Lo que sí me parece importante de cara al futuro de la prevención sexual del VIH sin cuestionar la necesidad de seguir trabajando en ella, es asumir que es imprescindible vincular la misma a una concepción más amplia que incluya la promoción holística de una sexualidad más saludable des de la concepción individual de cada persona. Las personas queremos y necesitamos vivir (y en muchos casos compartir) nuestra sexualidad porque presumimos que esa vivencia nos va a reportar experiencias agradables y satisfactorias, porque nos apetece dar y recibir placer, porque queremos sentir y emocionarnos. Si olvidamos que ese debe ser el punto de partida y máximo objetivo de nuestras intervenciones, cuanto menos, dudo que nuestros mensajes conecten con la realidad de sus destinatarios y destinatarias... Y sí que es cierto que existirán riesgos (como la infección por el VIH) ante los cuales deberemos enfrentarnos pero, un aviso para despistados y despistadas navegantes: ya lo hacen, ya lo hacemos... las personas convivimos con el riesgo y en el caso concreto del VIH y su transmisión sexual, de forma más o menos racionalizada, asumida y/o interiorizada, ante cada situación de riesgo, cada persona da una repuesta. Conozcamos pues esa respuesta sin prejuzgarla, analicémosla, sepamos si la misma ha contribuido o no y porqué a mejorar lo que cada persona entienda por su "salud sexual" y, en caso de que no sea así, reflexionemos sobre cómo todo nuestro saber y nuestra experiencia en la prevención sexual del VIH puede revertir en un beneficio para que las personas con las que trabajamos puedan vivir de forma más feliz su sexualidad.